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Como silenciosos fantasmas, cientos, miles de infectados por el coronavirus recorren las calles en ciudades y pueblos de Sonora. Son asintomáticos, de modo que ni siquiera ellos saben que van por allí, infectando a otros.

Se estima que en unas semanas más, al menos el 60 por ciento de los sonorenses seremos portadores del virus que a la fecha ha matado a 255 personas y ya arrojó una cifra de 3 mil 042 confirmadas como positivas. Y que andaremos por esas calles sin presentar síntomas o con sólo algunos malestares leves: dolor de cabeza y/o garganta, tos…

El escenario es escalofriante porque si la cifra de asintomáticos se complementa con la poca disposición de mucha gente a limitar su movilidad sólo a actividades esenciales, todo esfuerzo por remontar el pico de la pandemia o aplanar la curva de contagios se quedará apenas en buenas intenciones.

Ayer se encendió un foco rojo en ese sentido. Los cuatro trabajadores de la planta Ford en Hermosillo detectados positivos a Covid19 son asintomáticos. 

Fueron detectados gracias a las pruebas aleatorias que el gobierno del estado obligó a aplicar en las empresas que regresaron a la mal llamada ‘nueva normalidad’. Si no, esas personas continuarían en las líneas de producción o en labores administrativas, con el virus a cuestas y el potencial de contagio a todo tren.

Para citar un dato: en la ciudad de León, Guanajuato, donde hay 940 contagiados, el 40 por ciento de los mismos fueron diagnosticados asintomáticos. En Sonora, es posible que la cifra se acerque al 60 por ciento, de acuerdo con fuentes de la secretaría de Salud.

Más allá de los índices de movilidad, los asintomáticos resultan ser el peligro más grande. El reconocimiento de esta realidad no tiene afanes estigmatizadores, porque ellos mismos no saben que son portadores del virus. Pero sí debería ser un serio llamado de alerta para evitar salir de casa.

Sobre todo en estos momentos, cuando los hospitales del IMSS en Ciudad Obregón y Nogales se encuentran al 100 por ciento de su capacidad para atender casos de Covid19, y el de Hermosillo no tarda en llegar a ese tope. 

Las clínicas y hospitales del IMSS en Sonora cuentan con 467 ventiladores; el ISSSTE sólo 38. Los hospitales del estado contaban con 137 ventiladores en marzo, y gracias a las gestiones ante el gobierno federal y a donaciones de empresas, hoy cuentan con 600.

Es decir, aún hay cierto margen para la atención de pacientes Covid19, pero si las tendencias se mantienen, o peor aún, repuntan, no  solamente van a faltar respiradores, sino hasta médicos para atender todos los casos.

Aquí les va otro dato: de los poco más de 3 mil infectados en Sonora, unos 600 son personal hospitalario: médic@s y enfermer@s, mayoritariamente. 

Ojo: no se trata de romantizar el heroísmo como recurso sensiblero para ganar ‘likes’ o apelar a la victimización como vía de convencimiento. No, chingado, no. 

Nuestros médicos y enfermeras (médicas y enfermeros) realmente son los que se están jugando la vida en la primera línea de combate. Y están muriendo y están siendo contagiados. Solamente ayer fallecieron tres médicos en Ciudad Obregón.

Los focos rojos del colapso están encendidos en San Luis Río Colorado, Hermosillo, Cajeme, Navojoa y Nogales.

Por eso es bien importante resaltar la convocatoria que desde el gobierno del estado fue lanzada a todos los alcaldes, pero especialmente a los de estos municipios para reducir la movilidad urbana.

Una convocatoria que, debe decirse, han atendido de manera ejemplar, especialmente la alcaldesa de Hermosillo, Célida López y el de Cajeme, Sergio Pablo Mariscal, que tienen muy claro su condición de gobernantes en los municipios más poblados de Sonora. 

En Hermosillo ya se comienzan a ver con mayor frecuencia y en más lugares, los filtros de control, y en Cajeme el alcalde ya advirtió que se endurecerán esas medidas para conminar a reducir la movilidad sólo a actividades esenciales.

Desde luego, los llamados desde el gobierno no van a tener mayores efectos mientras siga existiendo esa especie de irresponsabilidad ciudadana, de ignorancia o valemadrismo.

De nuevo, no se trata de engrapar estigmas. Se entiende que mucha gente no tiene más opción que salir a buscar el sustento. También esa gente debe entender que la ‘nueva normalidad’ implica tomar las debidas precauciones. Sobre todo por el tema que dio pie a esta columna: no sabemos si somos asintomáticos y no sabemos qué tan peligrosos podemos ser como dispersores del virus.

II

Estalló la violencia en Guadalajara. A Giovanni López lo arrestaron policías municipales de Ixtlahuacán de los membrillos, una localidad de la zona metropolitana de Guadalajara, el 4 de mayo pasado. 

La versión más extendida es que lo detuvieron por no llevar cubrebocas y que los agentes lo golpearon hasta matarlo. Su cuerpo, declaran sus familiares, tenía huellas de tortura y un balazo en la pierna.

Sea ese el motivo de la detención o cualquier otro, es inadmisible un acto de barbarie como el que a todas luces aparece aquí.

El tema, sin embargo, se ha politizado de tal forma que en Guadalajara se registraron disturbios que incluyeron esa escena en la que un manifestante vierte un líquido inflamable sobre la espalda de un policía y le prende fuego con un encendedor.

Dejen les cuento una anécdota, para darle contexto a la historia.

En 2007, Hermosillo fue sacudido por una oleada criminal que tenía como objetivo a la policía municipal. En un camino del norte de la ciudad, que lleva al Colegio Irlandés, donde la crema y nata de la burguesía local, apareció el cadáver de un agente municipal. 

No  estábamos preparados para eso, porque no se habían normalizado las hieleras con cuerpos desmembrados o las decapitaciones en vivo. Pero era fuerte la imagen del joven uniformado muerto, con los ojos abiertos para no ver nada más; con una granada de fragmentación en la mano y un cuchillo clavado en su pecho con la misma facilidad que atravesó una cartulina en la que aparecía, garrapateada con mala letra, uno de esos ‘narcomensajes’ que se han vuelto tan comunes.

Por cierto, ese policía vivía en una colonia popular, de esas en las que lo aspiracional equivale a la quimera de un cancelado ascenso en la escala social.

Esos días fueron de mucha tensión. En las calles no había retenes, pero si pasabas al lado de una patrulla, los agentes estaban con la mano en las cachas de sus pistolas y viendo para todos lados. Era el terror.

Ayer le prendieron fuego a un policía. ¿El motivo? La venganza por la muerte de Giovanni, a quien ciertamente le cayó la mala hora de toparse con policías que están en el estándar de todas las policías en el país.

Creo, sin temor al bullying, que la vida de un ciudadano protestando contra la represión, al final vale tanto como la de un policía que no tenía que ver con la protesta pero traía el uniforme. EL UNIFORME.

Ni siquiera me mueve pensar que Enrique Alfaro, el gobernador de Jalisco acuse al presidente y a Morena de gravitar en torno a los disturbios. 

Me mueve más la tristeza de llegar a este punto, donde lo que prevalece es el desprecio por la vida de quienes disienten.

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