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Nadie tiene idea hasta el momento, de los daños que ocasionará el derrame de ácido sulfúrico en las aguas del Mar de Cortez, en Guaymas, que sigue condenada por un mal sino a padecer toda suerte de desgracias, no sólo políticas.

La versión oficial es que el derrame fue de tres mil litros de ácido, pero el colega y amigo Ricardo López entrevistó a trabajadores de esa empresa quienes le aseguraron que el derrame podría alcanzar los cien mil litros, con lo que el desastre podría comenzar a dimensionarse en los próximos días.

Incluso se habla de que ya se presentaron los primeros despidos en esa empresa, debido a la filtración del video que le dio la vuelta al mundo e inevitablemente lanzó la memoria cinco años atrás, para recordar lo que algunos consideraron el peor desastre ecológico en Sonora, cuando la presa de Jales de una mina propiedad de ese poderoso grupo vertió cientos de miles de litros de tóxicos al cauce de los ríos Bacanuchi y Sonora.

El incidente colapsó la economía y la vida cotidiana en los pueblos del río Sonora y como suele ocurrir, liberó también una parvada de buitres hambrientos de sacar raja de los miles de millones de pesos que la empresa fue obligada a pagar como indemnización; en trabajos de remediación, incentivos a la producción, infraestructura hídrica (plantas potabilizadoras, pozos, tinacos, etc).

De la nada aparecieron empresas con cisternas dispuestas para acarrear agua, que doblaban y hasta triplicaban los costos normales por ese servicio. Bueno, decir de la nada es un eufemismo, en realidad detrás de esos acomedidos estaban personajes del gobierno estatal en turno. Señaladamente se hablaba del secretario de Gobierno, Roberto “El todas mías” Romero López.

Pero también aparecieron cientos de “productores” reclamando indemnización; gente que ni siquiera habita en esos pueblos y otros que poseen tierras allí, pero no fueron alcanzadas por el derrame, mientras que, como suele ocurrir, los habitantes más pobres nomás veían cambiar de manos los billetes.

El chorro de dinero no sirvió para remediar del todo el desastre, pero sí para bajar la presión en la opinión pública y atemperar el escándalo internacional, hasta que llegado el momento, Grupo México dejó de suministrar el recurso, no cumplió con las plantas purificadoras y tampoco con el hospital que se había comprometido a construir para atender a ciudadanos afectados.

Y con los años, el tema se diluyó, como los lixiviados de sulfato de cobre sin que se sepa bien a bien qué tanto afectó y afectará la salud de los pobladores ese hecho en el futuro. El dinero siempre sirve para ocultar este tipo de cosas.

La posibilidad de que este episodio se repita es alta. La información no fluye con la seriedad que exige el tema; el silencio de la autoridad municipal en Guaymas y de las federales es ominosa. La misma gobernadora ha mantenido una posición más bien ambigua al respecto y el presidente López Obrador abordó el tema también con una superficialidad que no abona mucho a la certidumbre de que sea diferente a sus antecesores. O sea, como que no quiere agarrar bronca con el poderoso Grupo México.

El asunto pinta como una reedición de la historia del derrame tóxico en el Río Sonora. La empresa será emplazada a pagar sumas millonarias que comenzarán a fluir entre reclamos de eventuales afectados, se integrarán mesas para determinar criterios de distribución de esos recursos; comenzarán a aparecer imágenes de peces muertos (ya aparecieron); quejas de pescadores y otros involucrados en actividades productivas y turísticas en el puerto; se involucrarán investigadores, académicos y activistas.

Al final, no pasará nada y Grupo México seguirá con sus mega redituables actividades en Sonora, sin que nadie le ponga un alto.

Qué triste.

Aunque por otro lado, este incidente en Guaymas parece ser la oportunidad de que la autoridad federal, que es la principal reguladora de sus actividades, pruebe que efectivamente, no son como las anteriores.

Prueba de fuego.

II

Gerardo Fernández Noroña es otro de los personajes sobrevalorados de la cuarta transformación.

Alguien que ocupó una curul en la cámara federal de diputados me comentó que la imagen que suele proyectar en público es una muy diferente a la que desarrolla en el trato personal, en corto.

Puede no ser un trastorno de personalidad, sino una estrategia de marketing bien ensayada en la que a nombre de los más pobres enarbola un discurso disruptivo, un envalentonamiento actoral vestido del ropaje revolucionario y la provocación propia de cholo barriobajero.

Pero es de una caballerosidad refinada a la hora de los acuerdos políticos, especialmente aquellos que le permitan mantener el tren de vida que suele presumir con ese mismo ánimo provocador: viajes al extranjero en primera clase, comidas en restaurantes de lujo, automóviles carísimos, en fin, una vida aburguesada ajena por completo a su discurso de izquierda radical.

Y le ha funcionado muy bien, tanto que hasta nosotros le andamos dedicando unas líneas, aunque en ánimo de no hacerle el caldo más gordo, hasta aquí la dejamos.

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