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Será que la nueva narco normalidad pasa por la claudicación del Estado mexicano frente al accionar del crimen organizado. 

Lo ocurrido ayer en Magdalena es escalofriante, pero no más que aquel episodio conocido como “El Culiacanazo” que ya forma parte de la nueva narrativa de la relación Estado-crimen organizado, donde caben también los sicarios repartiendo despensas, recreando una antiquísima práctica del narco-benefactor que antaño construía escuelas y caminos, infraestructura eléctrica o financiaba cosechas legales.

Hoy, los narcos producen videos, montan escenarios y organizan a los humildes, indígenas, campesinas para que coreen el agradecimiento al jefe del cártel que suple a las instituciones subsidiarias de la pobreza. Usan drones y equipos de edición para documentar su vocación de bandidos buenos, y aprovechan las redes sociales para asegurarse de que el mensaje llegue al mundo entero.

Lo hacen a plena luz del día, en ambientes festivos amenizados con corridos que son el relato épico del jefe en turno. Ropa, zapatos y equipo tácticos; fusiles cruzados al pecho, camionetas ‘perronas’ que parecen extrañas surcando las polvorientas calles de pueblos olvidados de Dios y del gobierno.

Y de los pueblos de Michoacán y Guerrero, pasando por Culiacán y llegando a Magdalena, el correlato de esas escenas es el del vacío institucional. El de la ausencia de gobierno. 

Las argumentaciones que apuntan y reparten culpas hacia uno u otro nivel de gobierno, dependiendo del atrincheramiento militante de los respectivos análisis, francamente dejan mucho que desear. Resultan pueriles hasta el humor involuntario.

En el caso de Sonora, si la identificación político-ideológica-partidista se acerca al gobierno federal, el blanco de las críticas son la gobernadora Claudia Pavlovich, su secretario de Seguridad, David Anaya Cooley o la procuradora Claudia Indira Contreras. Si la identificación va en sentido contrario, los responsables son el presidente Andrés Manuel López Obrador, su secretario de Seguridad Alfonso Durazo o los mandos militares.

A fuerza de ser claros, todos tienen parte de la responsabilidad en este tema. Pero así como el que generaliza absuelve, el que se monta en la militancia partidista para repartir culpas, las diluye, desenfoca el problema y en consecuencia, posterga indefinidamente una respuesta y una salida.

Hay un hecho cierto, más allá de la hipocresía y el doble discurso. De acuerdo con especialistas en el tema, ninguna política pública en materia de combate al crimen organizado se define sin la participación del propio crimen organizado y por ende, está cruzada por la complicidad y la corrupción.

“Lo que tenemos, especialmente en Estados con instituciones débiles como los latinoamericanos, son grupos criminales que son capaces de desafiar la autoridad. Así pues, el Estado tiene limitaciones. En ocasiones no quiere combatir al narco, pero en ocasiones no puede. Y como la línea que separa la falta de capacidad de la falta de voluntad en el combate al narco es muy tenue, es difícil saber cuándo una política de no confrontación es producto de una decisión deliberada del Estado motivada por la corrupción o resultado de la incapacidad estructural de éste para enfrentar el fenómeno criminal”.

Esto lo plantea Jorge Chabat, profesor investigador del CIDE, en un artículo titulado “Narcotráfico y Estado: el discreto encanto de la corrupción”, en la página web de la revista Letras Libres. 

(Antes de que se me echen encima aduciendo que tal revista es el reducto de intelectuales orgánicos del prianismo y por tanto busca desacreditar al gobierno de la 4T, les informo que el artículo fue publicado el 30de septiembre de 2005, en el penúltimo año de Vicente Fox).

La lectura de este texto es recomendable sobre todo porque, creo, casi desideologiza el análisis de un tema tan escabroso. Si la asombrada narcolectora, el nostálgico del ‘pusher’ lector gustan, lo pueden consultar aquí: https://www.letraslibres.com/mexico/narcotrafico-y-estado-el-discreto-encanto-la-corrupcion

Básicamente, lo que plantea el artículo es que entender el fenómeno del narcotráfico es imposible sin considerar el papel que ha desempeñado el Estado, en un matrimonio por conveniencia donde coexisten elementos políticos, sociales, culturales y económicos que terminan por volver imprescindible a uno del otro y viceversa.

Después de varias décadas de una especie de ‘acuerdos de paz’ entre Estado y narco, Felipe Calderón desplegó una guerra contra el narcotráfico que, a la luz de los años ha dejado clara su equivalencia con la nada recomendable práctica de apagar el fuego con gasolina.

El entonces presidente sacó a los militares de sus cuarteles para combatir al crimen organizado, y el resultado fue una masacre, una carnicería que lo salpicó de sangre en un festín de corrupción que, si las instituciones actualmente funcionaran, ya lo tendrían en la cárcel junto a su secretario de Seguridad, Eduardo Medina Mora.

Enrique Peña Nieto mantuvo al ejército en las calles. El resultado no fue diferente, y por tanto sirvió para articular un discurso rabioso que en la campaña presidencial de 2018 sirvió a Andrés Manuel López Obrador para clamar por el regreso del ejército a los cuarteles.

AMLO no solamente no lo hizo, sino que promovió una ley para crear la Guardia Nacional, una corporación con mandos militares, conformada en un 85 por ciento por militares y en un 100 por ciento por mandos militares. Subordinada, teóricamente a un mando civil, en este caso el secretario de Seguridad federal, Alfonso Durazo.

Esa misma ley preveía que en un momento determinado, las Fuerzas Armadas se hicieran cargo de las tareas de seguridad pública, un momento que ya llegó.

Sí. Esa ley fue aprobada en 2019 por todas las fuerzas políticas en el Congreso de la Unión, del que forman parte las legislaturas locales, que también la aprobaron mayoritariamente. No es de extrañar. Si la militarización fue una iniciativa del panista Calderón y continuada por el priista Peña Nieto, resulta natural que se manifestaran a favor.

Lo que no resulta tan natural es que legisladores federales y locales que antes estuvieron rabiosamente en contra de la militarización, ahora la justifiquen, la validen y la aplaudan en medio de las más inverosímiles maromas.

Y mientras tanto, Magdalena de Kino, un hermoso pueblo de Sonora donde yacen en el kiosko de su plaza principal los huesos del Padre Kino, debidamente articulados para ofrecer al turismo un remanso para el culto al polvo del que venimos, que somos, al que vamos, está sacudido por la metralla.

Y en el fuego cruzado -daños colaterales, diríase en el calderonismo- cayó alcanzado por una bala, Luis Alfonso Robles Contreras, un hombre bueno. Alcalde de Magdalena en dos ocasiones (2003 y 2015). Fue candidato en otras dos ocasiones, pero perdió porque lo vencieron dos olas. En 2000, la de Fox, en 2018 la de AMLO. 

Ayer regresaba de Nogales y le tocó el tiroteo en la caseta de cobro. Una bala acabó con su vida. 

Las redes documentaron ayer la absoluta impunidad con que opera el narco en Magdalena, en Sonora, en todo México. De la ausencia del Estado o la incapacidad de éste para reestablecer normalidades más allá del saludo a doña Consuelo Loera, venerable mujer de la tercera edad que no tiene culpa de la vida y el destino de sus hijos.

Pero hay un pero. El 16 de febrero pasado, el presidente estuvo en Tepatitlán, Jalisco para inaugurar el cuartel de la Guardia Nacional allí. Su mensaje fue claro: “Hay que ser respetuosos de los delincuentes pues a pesar de su actuar, son seres humanos que merecen respeto”.

Sí, es un problema de Estado. Y el jefe del Estado mexicano es, legal y legítimamente validado en las urnas, Andrés Manuel López Obrador. Comandante de las Fuerzas Armadas, además. 

Veamos qué pasa.

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