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Un fantasma recorre México: el fantasma del feminismo. Todas las fuerzas del viejo y el nuevo régimen se han unido en santa cruzada contra ese fantasma: la iglesia y el gobierno, el cura y el presidente; los progresistas y los conservadores. 

Habrá de perdonar la feminista lectora, el falocrático lector si parafraseo la introducción del Manifiesto del Partido Comunista, un texto de 1848, para abrir esta columna, pero las escenas de ayer en todo el país (y el mundo) con mujeres rompiéndolo todo, incendiando, derrumbando, gritando ante el asombro, la inacción, la crítica y la condena, cuando no el franco insulto por algunas de las acciones violentas que incluyeron las marchas del 8M remiten irremediablemente a lo aquí plasmado hace unas tres semanas.

Lo que estamos viendo es lo más cercano a una revuelta social, no atizada por un partido, por un sindicato, por una organización en particular, sino por un género, lo que vuelve aún más inaprehensible el movimiento; más difícil de encajonar en un concepto, en definiciones clásicas o en respuestas tradicionales.

Los gobiernos están frente a una encrucijada: contener o reprimir un movimiento que nace de la inmemorial opresión a las mujeres, y que en México es germinado en tantos años de violencia e impunidad y detonado por crímenes horrendos como el de Ingrid y Fátima es una opción que sólo revictimizaría a las víctimas y haría escalar las protestas.

Dejar que fluya la indignación y la rabia mientras se diseñan y operan políticas públicas a favor de las mujeres y contra la impunidad, el acoso, la violencia parece lo más adecuado, pero a su vez enfrenta las voces que se levantan condenando la irrupción violenta con que algunas mujeres responden precisamente a la violencia y la impunidad en la que conviven.

Me queda claro que el movimiento feminista es más que los hechos violentos suscitados en la jornada de ayer en todo el país y que pudieron ser promovidos por personas infiltradas con el objetivo de desacreditar las movilizaciones, aunque no son pocas las mujeres participantes que sostienen que esa es la vía para ir más allá de la visibilización. 

En Hermosillo, un grupo de mujeres plasmó sus consignas en las paredes de Catedral, rompieron vidrios e intentaron derribar las puertas para entrar; hubo confrontación contra un hombre que, sostienen, las provocó; también contra un reportero al que llenaron de harina. Y también se enfrentaron a católicos que al grito de “¡Viva Cristo Rey!” respondieron a los gritos.

Esta arenga, que los millenials desde luego no podrían recordar, era el grito de guerra de los integrantes del Movimiento de Integración Cristiana, mejor conocido como MICOS en sus choques violentos con activistas universitarios en quienes veían encarnado precisamente al fantasma del comunismo. 

Hoy no es el comunismo quien confronta al establishment y atiza sus miedos, sino el feminismo disruptivo que todo lo cuestiona y todo lo confronta: la iglesia, el Estado, los partidos, los gobiernos, las instituciones en general y hasta a las propias mujeres, porque no todas validan los hechos violentos. De hecho, tanto en la manifestación de hace dos semanas en el STJE como en la de ayer en Catedral, importantes contingentes se separaron del grupo más radical.

Las protestas fueron escalando de un par de semanas a la fecha, especialmente por el pésimo abordaje que desde el plano federal se dio a las primeras manifestaciones, desestimándolas, desacreditándolas y esquiroleándolas desde el púlpito presidencial. Lo demás era previsible: el movimiento creció y se replicó por todo el país.

Mezclar el componente religioso era cuestión de tiempo y ya se dio. En otros momentos de la historia esto ha resultado muy peligroso. Anoche mismo se convocó a los feligreses a Catedral no sólo para reparar los daños, sino para asumir posiciones sobre el movimiento de mujeres, señaladamente sobre aquellas que promovieron y ejecutaron los daños.

Tanto en el plano nacional como en el local el movimiento de mujeres despierta muchas simpatías, pero también genera enconos cuando algunas de sus protagonistas asumen que no hay espacio para el disenso sobre las líneas de acción que ellas plantean como divisa de unanimidad. 

Esto no es real. No puede serlo en una sociedad tan diversa como la nuestra y, hay que decirlo, mucho menos en una sociedad como la hermosillense donde existe una nutrida comunidad católica y de otras religiones que no comulgan con las causas, pero sobre todo con las formas del movimiento.

Ver a cientos de mujeres protestando a gritos en Catedral, rompiendo cristales, empujando las puertas y rayando las paredes es una escena muy fuerte. Pero no es menos fuerte la que muestra a cientos de feligreses rezando fuera del inmueble, casi a la media noche, mientras se reparan los daños y se repintan las paredes.

Debo confesar que se me enchinó un poco el cuero al recordar Canoa.

La manifestación en Ciudad de México fue descomunal. También hubo hechos violentos, provocaciones y hasta el estallido de una bomba molotov muy cerca de la puerta de Palacio Nacional, donde una reportera resultó con quemaduras.

Por todo el país la protesta fue replicada con entusiasmo. Si el primer objetivo era la visibilización, se consiguió con creces. Si lo siguiente es replantear cosas en lo político, en lo legislativo, en lo social y lo cultural, en lo judicial, no queda duda de que los gobiernos deben poner manos a la obra.

Las causas que originan este movimiento son diversas y estructurales; devienen de muchos, pero muchos años de inequidad y discriminación, de injusticia y violencia contra las mujeres, por eso es tan complejo revertir todo en poco tiempo.

En Sonora, sería injusto sin embargo, negar los avances que se han tenido en esta materia a partir de la llegada de la primera mujer al gobierno del estado. 

Fue Claudia Pavlovich la que impulsó la ley de paridad de género que hoy garantiza a las mujeres una participación igualitaria en el terreno de la política. Hoy tenemos una legislatura local compuesta de manera equitativa entre géneros, lo más cercano a la igualdad y esa tendencia es ya irreversible.

Esa iniciativa obligó a los partidos políticos a postular hombres y mujeres en proporción igualitaria 50 y 50. Gracias a ello hoy se encuentran gobernando los municipios la mayor cantidad de mujeres en la historia. Gracias a esa iniciativa muchas mujeres, incluyendo algunas de las que hoy promueven las protestas, se encuentran en cargos de elección popular y en posiciones de gobierno.

El año pasado se aprobó una reforma legal para tipificar como delito la violencia política y la violación entre cónyuges, así como para derogar el delito de rapto y equipararlo al de privación ilegal de la libertad para incrementar las penas a quienes los cometan.

Entre otras cosas, se creó la vicefiscalía de feminicidios y delitos por razones de género y el Centro de Justicia para las Mujeres en Cajeme, y se está concluyendo un nuevo centro en Hermosillo que será concluido este mes.

En el plano de la seguridad se han puesto en marcha programas como el de Movilidad Segura en el que participan sociólogas, trabajadoras sociales y abogadas promoviendo capacitación y pláticas de prevención de violencia a usuarias del transporte público.

También opera ya la aplicación Mujeres Seguras para brindar atención a mujeres en situación de riesgo mediante un botón de pánico enlazado al C5i.

Desde 2017 operan las Unidades Móviles de Instituto Sonorense de la Mujer en la sierra y el Río Sonora, brindando atención sicológica, legal y de trabajo social, un programa que en 2018 se amplió para atender a las comunidades indígenas.

Y más recientemente, el jueves pasado, la gobernadora entregó al Congreso una nueva iniciativa para castigar con penas más severas en ciber acoso y el sexting.

Como mujer, es evidente que a la gobernadora le interesa el tema de su género y no se ha quedado con los brazos cruzados, aunque aún falta mucho por hacer.

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