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Bernardo Elenes Habas

La influenza española en Cócorit.- Crónicas para la historia (No. 125).- en 1918 esa epidemia atacó a México, y en la otrora cabecera municipal causó estragos (Cajeme apenas comenzaba a formarse), como sucedió en San Pedro de la Cueva, Batuc, Tepupa y Suaqui. 

Bernardo Elenes Habas

Me narraba mi madre, con su voz llena de serranía, que cuando ella nació en 1918, su pueblo, Cócorit, al igual que otros lugares de Sonora y de México, se vio sacudido terriblemente por la influenza española.

Foto Flickr

Milagrosamente –decía-, sus padres Nacho Habas y Josefina Armenta, salieron librados de esa enfermedad que atacaba el sistema respiratorio. Ella, era la primera hija de la joven pareja. Mi abuelo contaba con 18 años de edad.

Esa experiencia de la influenza, vivida en el poblado de raíces yoremes de Cócorit, se convirtió en parte de sus leyendas. Las que eran y son contadas por los pobladores de generación en generación, sin permitir –hasta la fecha-, que fueran olvidadas, porque se desgranaban de la voz de los ancianos recorriendo las húmedas calles de la comunidad. Metiéndose en sus huertos con olor a guayaba y en los presagios misteriosos del chillido de las lechuzas cruzando el cielo nocturno, rumbo al Bacatete…

Cajeme apenas comenzaba a conformarse con algunas casitas, una tienda de arneses y un embarcadero de ganado, en el área de la Estación de Bandera del ferrocarril, que luego sería, en 1923 Congregación, enseguida Comisaría en 1925, y finalmente Municipio en 1927.

Y, efectivamente, las crónicas nacionales y los rescates de investigadores permiten ahora conocer que la epidemia se presentó en México a partir de octubre de 1918, extendiendo su manto dramático de contagios, primero en las poblaciones de la región norte.

Las vías de contaminación fueron el ferrocarril y sus estaciones, asimismo los barcos, considerándose que algunos de los contagiados llegaron por mar al puerto de Veracruz, desde España.

La influenza pronto abrió sus efectos infecciosos a Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila y Laredo, Texas.

Sin embargo, Charles C. Cumberland, al abordar en sus crónicas la época del constitucionalismo en México, define que la influenza española tuvo como su núcleo de origen “un fuerte de Kansas, que estragó al mundo a partir de marzo de 1918”.

Existe un testimonio de un cronista de San Pedro de la Cueva en Sonora, Enrique Duarte, cuyo relato sobre el comienzo de la epidemia en su poblado (rescatado por la historiadora María del Pilar Iracheta), donde define el punto de inicio de la epidemia en un niño de nombre Pastor Romero, siguiéndolo en el proceso de infección la madre del menor, un hermano y la hermana del cronista.

“Morían casi inmediatamente después de contraer la enfermedad –escribió-. Sentían sueño, debilidad y caían para no levantarse”.

Algo semejante a lo que comentaba mi madre sobre los sucesos de Cócorit, y que convertían en tradición oral en noches de fogatas y café sus padres, en las que convivía su tía, media hermana de mi abuela, Trinidad Velázquez.

Los remedios que recibían los enfermos, eran caseros: infusiones de borraja y canela, y como alimento atole blanco (elaborado con masa de maíz).

Quienes se infectaban con la influenza, mal que se convertía en bronquitis y neumonías, raramente se salvaban. Debe de existir por ahí, en los añejos archivos de Cócorit, antecedentes de esta epidemia.

Incluso, hasta la época actual, aún circulan anécdotas que los viejos pobladores recuerdan, y que involucraban a los enfermos, sus familias, incluyendo a miembros de la tribu Yaqui.

En esos tiempos de hace 102 años, los “carretones de la muerte” tirados por mulas, transportaban los cadáveres, cuyos operadores temblaban de temor ante posibles contagios, al conducirlos a las fosas comunes, quienes no se detenían en el proceso de sepultarlos –señala la relatoría pueblerina-.

De tal manera que si alguien aún conservaba un hálito de vida y llegaba a balbucear unas palabras, pidiendo agua o atole, caía la tierra sin miramientos…

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