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La noche de la ignominia en Tlatelolco.- El 2 de octubre arde como memorial en la conciencia, pero también en la historia de un país cuya clase política no aprende, hasta el momento, las lecciones de los tiempos…

Bernardo Elenes Habas

Los testimonios de hace 51 años, están en los libros.

Pero también, asoma desde pueblos y ciudades, la memoria acribillada, el recuerdo ensangrentado de los jóvenes de ayer.

Generación deslumbrante, tocada por el rayo de las ideas. Iluminada por el ideal de libertad y justicia.

Generación que incendiaba sus cerebros a través de los textos. Leyendo a Neruda, Miguel Hernández, Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Walt Whitman. El legendario poeta gris, que cabalgó las praderas de Norteamérica, derramando sus versos como lluvia, y cantando: “La libertad exige nuestro esfuerzo, suceda lo que suceda”.

El tiempo maduró, como una espiga.

Y de aquel 2 de Octubre, donde brotó la sangre casi niña de hombres y mujeres.

Donde los gritos se confundieron con la noche. Con la metralla. Con la muerte, solo queda el Memorial de Tlatelolco. Erosionado por el viento de los años. Perpetuando el recuerdo. Dolor convertido en semilla silenciosa…

También perduran en la impunidad los emplazados por la historia. Sin haber sido juzgados plenamente: Gustavo Díaz Ordaz, Marcelino García Barragán, Luis Echeverría Alvarez, Miguel Nazar Haro. Entre tantos integrantes del sexenio 1964-1970.

Othón Villela Larralde, poeta que desde la clandestinidad alumbraba las calles con sus poemas convertidos en fogatas urbanas, pasaba lista de presente, y  aunque permanecía vivo, se contaba entre los muertos:

“Las bayonetas,/ fieras aceradas; clavaron su crueldad en los pupitres/ y en los pechos abiertos de los jóvenes.

“La sangre derramó su son rebelde/ desde la voz truncada por el fuego./ México supo del dolor y el crimen/ y la noche cayó sobre la angustia/ con las arterias rotas…

“¡Gonzalo estaba muerto!/ Guadalupe, abril tamaulipeco,/ no volvió a decir en sus corridos/ las cosas nuevas de su tierra vieja;/ ya ni el corrido injusto de sí mismo./ Cuántas

sonrisas frescas/ se cambiaron de golpe/ por muecas permanentes de distancia/ sin pasar por el huerto del sollozo./ ¿Su delito? Exigir la verdad y la justicia.

“Nunca el verde fue más tétrico y odiado/ que en esta noche que produce un rojo desolado,/ caliente y borboteante,/ con el viaje del plomo despiadado/ que equivocó de rumbo.

“Arriba,/ un general y un presidente,/ embadurnados,/ con su danza mortífera e histérica,/ con la mueca del odio y la injusticia/ en parodia de Herodes y de Hitler…”.

Han pasado 51 años, y la noche de la ignominia permanece como herida abierta en la conciencia.

Pero también, en la historia de un país, cuya clase política, pese a cambios y transformaciones, no aprende las lecciones de los tiempos, y continúa desafiando la paciencia de una sociedad impredecible…

Le saludo, lector.

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