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Hace tres años murió Gerardo Cornejo.- Nos heredó a los sonorenses y al mundo, un libro lleno de magia y libertad: La sierra y el viento.- -¿Te vas José Juvencio? –Sí, Anselmo, vamos a bajar a los valles, nos vamos pa Cajeme…

Bernardo Elenes Habas

Un 28 de julio de hace tres años, cuando el horizonte tenía aroma de lluvia y el viento se metía entre la fronda de los árboles y cantaba sus nostalgias, Gerardo Cornejo Murrieta decidió irse a recorrer los antiguos caminos de Arivechi, de su pueblo Tarachi, enclavado en la cordillera sonorense, para beberse la canción de la sierra.

Ese día escribí una oración silvestre de despedida para mi amigo, que era, realmente, un pedazo de sierra que caminaba porque llevaba en sus genes un sueño de libertad irrenunciable.

Hoy, transcribo aquí ese puñado de palabras, para nunca olvidar a Gerardo, el de La Sierra y el Viento:

Sí.

Se liberó de las ciudades. Sus edificios inexpresivos. De la crudeza del asfalto.

Se fue a recorrer los antiguos caminos y veredas de Arivechi, de su pueblo Tarachi, para beberse el verdor de los pinares, la lluvia que desliza sus voces líquidas por las laderas de la sierra, donde duermen los sueños niños, de hombres como él.

Un día, desde la altura de sus seis años, cuando las sombras de la noche eran apenas rasguñadas por el leve parpadeo de una lámpara de petróleo, escuchó el diálogo nocturno de José Juvencio y Rosario, sus padres, en la humilde cabaña que desafiaba la soledad de la montaña, en Tarachi; y supo que bajarían al Valle, en Cajeme, que se unirían a la fundación de un nuevo pueblo en esas latitudes, cuando recibieran las parcelas prodigiosas, y junto con los sueños de otras familias, le darían vida a la Colonia Irrigación.

Entre esos horizontes, entre paisajes que inundaban de sol, de sombras y de estrellas la raíz asombrada de su niñez, Gerardo Cornejo Murrieta, comenzó a escribir sin palabras y sin caligrafía, en la página tierna de su sensibilidad, su libro señero, “La sierra y el viento”.

Hoy me lleno de infinita tristeza, al enterarme de la muerte de mi amigo Gerardo, el ciudadano del mundo, pero también “pedazo de sierra que caminaba”, como se autodefinía.

“Si me ven por encima –decía-, soy un ciudadano del mundo; si ahondan un poco, soy un auténtico latinoamericano; si profundizan un poco más, me encontrarán mexicano; pero si llegan hasta el fondo encontrarán que soy un genuino nativo de la Sierra Madre Sonorense. Esa es mi identidad originaria; y puedo ser universal porque antes soy un pedazo de sierra que camina, una criatura extasiada con las auroras de la cordillera y con los crepúsculos de la costa sonorense”.

Este es el Gerardo Murrieta que me gusta recordar. Llevando siempre consigo, en su personalidad, el paisaje de la Sierra Madre. Yendo y viniendo a Cajeme desde Villa Juárez, buscando llenarse de la bondad y de las enseñanzas de maestros como Bartolomé Delgado de León, en la Escuela Secundaria José Rafael Campoy, para después trascender hacia otras responsabilidades profesionales, sociales, humanas, estéticas, donde estaba siempre impreso el sello de su personalidad creativa, como la fundación del Colegio de Sonora, del que fue Rector.

Aquí, en Cajeme, Eduardo Estrella Acedo, durante su gestión municipal (1982-1985), rindió homenaje en vida a Cornejo Murrieta, con motivo del 57 aniversario de la fundación del Municipio, y propició una edición conmemorativa de la Sierra y el viento.

Gerardo muere cuando cabalgaba los 77 años de edad. Pero tengo la certeza de que abrió la jaula de los compromisos institucionales y sociales, para volar en busca de los paisajes llenos de luz que amaba, y mientras su cuerpo es trasladado a la Ciudad de México, para recibir sepultura en el Panteón Jardines, él, su alma, desde Villa Juárez, desde Cajeme, inicia su viaje de retorno a Tarachi, a Arivechi, para ya no sentirse huérfano de la canción de libertad que la sierra esparce por el viento…

Descansa en paz, Amigo.

Le saludo, lector.

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