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Para una ciudad enclavada en el desierto, la lluvia debería ser un motivo para la fiesta ritual; la oportunidad de agradecer por la fecundidad de la tierra y el espectáculo maravilloso de la líquida frescura con que la baña el cielo, lavando los techos y las calles, reverdeciendo el paisaje usualmente lleno de grises, amarillos y ocres.

Pero desde hace mucho que la temporada de lluvias en Hermosillo es un motivo para el terror y el sobrecogimiento; la zozobra y el encierro, el Jesús bendito en la boca y el rezo por los habitantes de las franjas de pobreza, las áreas rurales y las urbanas donde se carece de lo más indispensable.

Pero no sólo en los barrios marginales las aguas pluviales causan estragos. En amplios sectores, en el mismo centro de la ciudad, en barrios clasemedieros y hasta en algunas zonas residenciales las lluvias detonan la maldición y el improperio; los corajes y los miedos, la tristeza por los daños patrimoniales y el deterioro de la infraestructura urbana que aparece invariablemente frágil frente a los embates de la naturaleza, que no por predecibles han generado políticas públicas ni conciencia social para salir más o menos bien librados.

Las lluvias son también el pretexto ideal para atizar la discordia política. Para aprovechar la histórica miopía de sucesivos gobiernos que han sido incapaces de planificar el desarrollo urbano, de diseñar programas sustentables, de aplicar los recursos públicos en obras que ayuden a soportar esos escasos días del año en que llueve y que provocan situaciones caóticas.

Sorprende la frescura con que una parte de la clase política local festina las desgracias en una ciudad donde al menos en los últimos 40 años han tenido la oportunidad de estar al frente del gobierno, casi en la mitad de ese lapso.

Parece un divertimento pueril hacerse el sorprendido y el indignado por socavones y baches; por inundaciones y derrumbes, acusando con flamígero dedo al gobierno en turno, como si los colapsos que hoy afloran por la ciudad fueran el resultado espontáneo de una lluvia atípica, y no de largas décadas de gobiernos cortoplacistas y coyunturales cuya noción de futuro despide cierto tufillo trianual.

Vale para unos y otros. Rojos y azules que en Hermosillo se han alternado la responsabilidad del gobierno, y que sorprendentemente aparecen como portaestandartes de las mejores propuestas, los más vanguardistas proyectos, los más avezados articuladores de discursos y armadores de maquetas mientras son oposición, pero se les acaban las ideas cuando son gobierno, o no les dedican el tiempo y el esfuerzo necesario, ocupados como están en esquivar los madrazos que desde la oposición se les envían.

Parece un juego perverso en el que un par de equipos se hacen trizas en la cancha, mientras una afición cada vez más diezmada celebra o condena, aplaude o maldice; echa porras o mienta madres desde unas gradas cada vez más desvencijadas y desprotegidas.

Porque claro, los nuevos tiempos han producido una nueva afición que no está en las gradas, sino en el mullido sillón de su oficina; tirada en la cama con el Smartphone en la mano, bien guarecida de las inclemencias del tiempo y con una conciencia crítica todoterreno que es capaz de emitir las peores ofensas, las más lacerantes críticas, los más zahirientes epítetos, mientras tira hueva a pasto, preferentemente escondido en una cuenta fake en redes sociales.

Guerrilleros del teclado bajo el pasamontañas de ese anonimato que eventualmente impide ver su condición de usufructuarios vitalicios de la nómina gubernamental, independientemente si la causa a la que sirven es la oposición o el gobierno, porque ellos igualmente cobran en sus vidas reales.

Si los sucesivos gobiernos no han podido articular un proyecto que rebase las premisas coyunturales del partido del que emanan, la sociedad civil tampoco ha podido darse a sí misma las formas de organización y participación que permitan incidir de manera efectiva en el diseño e implementación de las políticas públicas.

Lo peor que puede suceder es que esta situación se mantenga hasta el fin de los tiempos, mientras la ciudad se cae a pedazos y la mayor aspiración de la ‘conciencia crítica’ sea validar su contribución a la transformación social contabilizando ‘favs’, ‘retuits’ y ‘likes’.

Y ya me voy, porque esta es la hora de menor tráfico en redes sociales, y así no puedo mantener el rango de dos millones de impresiones mensuales en mi cuenta de tuiter.

Por lo pronto, que siga lloviendo, que el Maloro siga tapando baches y reparando socavones; que los padrecistas sigan patrullando la ciudad documentando los estragos de su irresponsabilidad como gobierno y que los partidos emergentes sigan haciendo garras al PRI y al PAN mientras les dura su oposición testimonial, porque si alguna vez llegan al gobierno, ya les tocará saber que así como no es lo mismo estar dormido que estar durmiendo, tampoco es lo mismo estar jodido que estar jodiendo.

La ciudad, en tanto, puede esperar.

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