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Hace diez años, el 17 de mayo de 2017, un comando armado tomó el municipio de Cananea, amarró a los policías federales que allí se encontraban, asesinó a cuatro policías municipales y secuestró y dejó abandonados en el monte a otros dos.

Procedentes de Caborca, sumaron a otros sicarios en Magdalena y en convoy se dirigieron hasta Cananea, donde presuntamente tenían su base de operaciones. Su destino era Agua Prieta, plaza que pretendían tomar, pero fueron alcanzados por agentes de la PEI en la sierra entre Arizpe y Bacoachi.

Cinco horas duró el enfrentamiento en tierra y desde el aire, en un helicóptero. El saldo fue de al menos 15 sicarios muertos en la refriega. Aquel fue uno de los episodios más cruentos que se recuerde en Sonora, en los enfrentamientos entre cárteles de la droga y agentes de la policía estatal, apoyados por la federal y el Ejército.

Recuerdo que el procurador de justicia, Abel Murrieta Gutiérrez, cuestionado respecto al poderío de los narcotraficantes y si no estaba preocupado porque éstos rebasaran a la autoridad, respondió, palabras más, palabras menos, que estaría preocupado el día que los agentes corrieran, y no cuando enfrentaran como lo hicieron, al comando de mañosos, de los que no quedó uno vivo.

Traigo a colación el tema porque ayer, elementos de la Agencia Ministerial de Investigación Criminal (AMIC, antes PEI) enfrentaron en Hermosillo a un grupo armado, dando muerte a seis de ellos y dejando herido a otro.

Los agentes esperaban una orden de cateo derivada de una investigación sobre narcomenudeo y privación ilegal de la libertad, cuando fueron atacados por los sicarios. Repelieron el fuego causando la muerte de cinco de ellos, uno más se dio a la fuga pero fue localizado más adelante y en otro enfrentamiento, cayó muerto. Uno más se encuentra hospitalizado, herido de bala. Del lado de los agentes no hubo bajas.

Es claro que no hay un estado del país donde la delincuencia organizada no haya sentado sus reales, dejando su legado de terror y zozobra entre los ciudadanos; inoculando su veneno en el tejido social y contribuyendo a multiplicar la comisión de otros delitos por parte de eso que se ha dado en llamar la delincuencia desorganizada y que no es otra cosa que ese disperso ejército de zombies que deambulan por las calles de las ciudades y pueblos, asaltando, robando, matando, agrediendo para sobrevivir en sus adicciones.

Apenas un día antes, les presentamos la crónica de un operativo de la Policía Estatal de Seguridad Pública en el que en sólo tres horas fueron detenidos al menos diez hombres con armas blancas y drogas; con antecedentes penales, la mayoría por robo y uno de ellos por homicidio.

Ayer la crónica fue más violenta. Ráfagas de metralla, fuego cruzado. Seis cadáveres manchando de sangre las calles de Hermosillo.

¿Preocupante? Sí, mucho.

Pero sería más preocupante ver, como dijo en su momento Abel Murrieta, a la autoridad reculando en sus obligaciones de combatir el crimen, porque eso equivaldría a la aceptación de que han rendido la plaza a la delincuencia, organizada o desorganizada, y entonces sí habríamos llegado al punto de no retorno.

Nadie, en su sano juicio, esperaría que las calles de la ciudad se conviertan en campos de batalla, donde los tiroteos se vuelvan algo cotidiano. Nadie, tampoco quisiera ver a la autoridad cruzada de brazos mientras las drogas siguen inundando las calles y la vida y el patrimonio de los ciudadanos se mantenga en constante peligro.

Lamentablemente, es lo que hay. Muchas cosas hubieron de pasar, durante mucho tiempo para llegar a este punto, y muchas más habrán de pasar para recuperar niveles de normalidad en materia de seguridad pública.

Por lo pronto la señal es clara. Así como en su momento se mandó un mensaje durísimo a esa plaga de macheteros que asolaban la ciudad, con la muerte de cuatro de ellos a manos de la policía, ayer en unas horas fueron muertos seis jóvenes que encontraron en el crimen organizado su manera de afrontar la vida.

El fenómeno no es nuevo. Me gusta citar un artículo de Carlos Monsiváis publicado por allá a finales de los 80 aludiendo a la incursión de jóvenes en el narcotráfico. Jóvenes que prefieren vivir poco pero bien, a muchos años en la miseria. Y el crimen organizado les ofrece esa opción, que aceptan sin remedio: “Nacidos para perder, enfrentan con ferocidad las exigencias del destino”.

Es lo que tenemos hoy. Lo que seguimos teniendo desde entonces.

Una rápida ojeada a los perfiles de los abatidos ayer (y en prácticamente todos los casos similares) indica que se trata de hombres entre 20 y 30 años. Gente que debería estar dedicando sus horas al estudio, al trabajo, a la familia.

Hombres (y mujeres) a quienes le han sido negadas las oportunidades o bien, prefirieron verlas de soslayo y optar por agarrar un ‘cuerno de chivo’ en vez de una pala, si eso les representa ingresos altos y de manera rápida. Aunque también muy rápido les llegue la muerte.

Y en la selva de condenas y aplausos que son las redes sociales como expresión libre, habrá quién festine las vidas perdidas y quien las llore. En un contexto más general, no deja de ser preocupante y desalentador confirmar que estamos caminando en esa delgada línea que separa (o une) la civilidad con la barbarie.

Por un lado la necesidad de combatir el crimen y garantizar seguridad a los ciudadanos de bien. Por el otro, la pérdida de vidas humanas y la eventualidad de ‘daños colaterales’, como suele llamársele a las víctimas inocentes de refriegas como las de ayer, donde afortunadamente no se registró ninguna.

Pero eso no elimina la posibilidad de que no se presenten casos, mucho menos si la irresponsabilidad de algunos, el afán de protagonismo, la malentendida vocación por la primicia o la enfermiza vocación por la fabricación de mártires políticamente capitalizables, los lleva a ponerle el pecho a las balas.

En fin. Es lo que tenemos…

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