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DOMINGO XXVII ORDINARIO (OCTUBRE 7 DE 2018)

PRIMERA LECTURA (Génesis 2,18-24)

«Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne», desde el punto de vista de la ideología de género, tan en boga en nuestros días, parecería que la mujer es una creación de segunda clase al haber sido formada de la costilla del hombre, sin embargo, nada más lejos del plan de Dios nuestro Padre; podríamos pensar eso si Dios hubiera realizado dos actos individuales creadores, es decir, tomar tierra y hacer una figura masculina y otra femenina, pero Dios va más allá, si bien es cierto uno y otro son diferentes, allí está la riqueza de la complementariedad, los dos representan el culmen de la creación. Hombre y mujer proceden de un mismo acto creador. El que la mujer sea formada de la costilla del hombre, hunde sus raíces en la intención original de Dios de crear a la humanidad depositando en ella la plenitud de su amor misericordioso y compartir con ella sus perfecciones, la diferencia entre hombre y mujer es accidental y no esencial.

SEGUNDA LECTURA (Hebreos 2,8-11)

«El santificador y los santificados tienen la misma condición humana. Por eso no se arrepiente de llamar hermanos a los hombres», la Encarnación constituye el culmen del amor misericordioso que Dios ha tenido para con nosotros, es también la plenitud de la solidaridad de Dios. La Encarnación del Hijo de Dios tiene más consecuencias de las que no imaginamos, pues su acción no es unidireccional y descendente; todavía más, infunde en nosotros una fuerza transformadora tal, que nos hace ser capaces de Dios; así la Encarnación infunde una fuerza ascendente, que nos lanza al encuentro con Aquel de quien hemos salido, que por el pecado nos hemos mantenido lejos pero que por la gracia podemos volver a su presencia. El Hijo de Dios no solo vino a hacernos una visita, vino a caminar con nosotros y, por sobre todas las cosas, a mostrarnos el camino de vuelta a casa.

EVANGELIO (Marcos 10,2-16)

«¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?», las sociedades modernas han dado un poder casi divino a las leyes; el sentido de las leyes es el de regular las relaciones entre las personas, cuidar sus derechos fundamentales y sus propiedades; son un instrumento más no el fundamento. Hemos ido poco a poco dejando nuestra libertad en manos de otros, especialmente de la “ley”, cuando absolutizamos su poder “creemos” que ella es la que nos “dice” que tenemos que hacer o no hacer. El cristiano no vive por la ley, vive de convicciones profundas ancladas en su fe, respeta las “leyes” porque ayudan a mejorar la convivencia y construir una mejor sociedad. Las sociedades vacías de Dios pretenden ocupar su lugar, decretando su “voluntad” en leyes, que muchas veces transgreden la propia libertad de la persona, constituyéndose así en el dios todopoderoso dueño de conciencias. Puede haber leyes que reglamenten el divorcio, la eutanasia, el aborto, las drogas, etc., no son obstáculo, pues el cristiano vive del amor misericordioso de Dios manifestado en Jesucristo, de allí brota su acción.

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