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En un pequeño, angosto y reluciente cuarto de paredes y techo blancos, diez hombres y una mujer permanecen en silencio, viéndose de reojo, forzando alguna sonrisa que quiere ser cortés, moviendo nerviosamente una pierna, revisando algunas hojas de papel, extrañando el Smartphone…

En el cuarto de enseguida, otro grupo de hombres y mujeres hace lo mismo. Algunos se conocen entre sí e intercambian impresiones sobre temas banales. Tienen prohibido hablar sobre los motivos que los tienen allí, al igual que un grupo más numeroso que se encuentra en otro lugar, haciendo lo mismo.

Son los testigos de cargo y de descargo que han sido citados para comparecer ante una juez, respondiendo preguntas de la defensa de Francisco Arnaldo Monge Araiza, mejor conocido como “Pancho Platas”, sujeto a proceso por portación de arma y posesión de droga, aunque trae otros pendientitos por presuntos actos de uso indebido de atribuciones y facultades a su paso por CECOP.

Después de que la audiencia se pospuso en al menos dos ocasiones el año pasado, por fin el no tan pequeño contingente se reúne en la sala tres del juzgado federal, escucha las instrucciones de la jueza y son conducidos a esos separos simulados. No tienen rejas, pero están custodiados por un guardias que portan fusiles de asalto y uniformes de la policía federal.

El edificio, de reciente construcción, luce pulcro y bien cuidado. Minimalista, en esas pequeñas celdas sin rejas no hay más mobiliario que hileras de sillas en “U”, pegada a las paredes formando un rectángulo con la puerta de acceso.

Son aproximadamente las 10:00 horas del lunes 26 de febrero, cuando inician las comparecencias mientras las horas transcurren sin prisa y poco a poco, en los grupos comienza a superarse las reservas iniciales, con las primeras pláticas entre los que sí se conocen.

Hay familiares del imputado, amigos y conocidos; policías municipales que vienen de los pueblos de la sierra, estatales y federales; peritos traídos de la Ciudad de México, funcionarios de la secretaría de Seguridad Pública estatal; una sicóloga, un ingeniero y otros que nunca revelaron su identidad.

Ah, y un periodista, que para efectos narrativos citaré inicialmente en tercera persona.

En el separo de los testigos de descargo, el hielo se rompe con una conversación sobre política: encuestas electorales y las noticias más recientes de los principales actores de la liza electoral. Hay sonrisas cordiales y otros se suman a la conversación, que luego pasa a otros asuntos judiciales, como el caso del tráfico de niños, el de Gisela Peraza y las más recientes detenciones de involucrados. Nunca sobre el tema que los tiene allí.

Un comandante de la Policía Estatal se adueña del foro con su narrativa de anécdotas en el combate al crimen. Es de fácil palabra y acredita mucha experiencia en operativos de diversa índole.

También el ingeniero se vuelve bastante sociable y la tertulia se pone buena. Él fue citado por la defensa como el creador de una maqueta que se mandó hacer para recrear la propiedad donde presuntamente fue detenido Pancho Platas. Lleva dos libros: uno de Carl Sagan, sobre el cosmos, y otro que parece un manual de construcción de casas ecológicas, con pacas de paja. Los ojea muy de vez en vez, pues prefiere la conversación.

La juez va llamando uno a uno a los testigos, pero son muchos y así se llegan las 3 y media de la tarde, ya en un ambiente de camaradería hermanado por los gruñiditos de tripas, pues nadie sabía que la diligencia se llevaría tanto tiempo.

A esa hora se decreta un receso. La jueza los llama a la sala, les pide paciencia y los cita para el día siguiente, advirtiéndoles que en caso de no asistir se harán acreedores a una multa y en determinado momento, a ser traídos mediante el uso de la fuerza pública.

Día 2

El ritual para entrar a los juzgados se repite. Acceso por un arco detector de metales. Pertenencias vaciadas en bolsas de plástico y pasadas por una cámara de rayos X; brazos en cruz y piernas abiertas para una segunda revisión con un scanner en forma de espada, que un agente pasa por el contorno del cuerpo.

Registro en el mostrador, entrega de gafetes y de nuevo a los separos.

Ahí ya los saludos son más familiares y se intercambian algunas bromas, se preguntan qué trajeron de lunch y se muestran burritos, galletas, barras de granola, chocolates, frituras y cualquier cosa que pueda administrar el hambre, mientras otros testigos siguen pasando de uno en uno a la sala, con lentitud que comienza a ser exasperante.

Las conversaciones fluyen ahora sobre lo que se ha dejado de hacer en esos dos días en la vida laboral. Las dudas en torno al por qué el Nuevo Sistema de Justicia Penal, que tiene como premisa la justicia pronta y expedita, parece avanzar a contrapelo de las manecillas del reloj.

“Para mañana nos traemos una baraja o un dominó”, suelta alguien por ahí.

Los adictos a la nicotina y al Smartphone sufren más entre esas paredes a las que parece faltarles una cubierta acojinada, por si alguien tiene un ataque de ansiedad o claustrofobia.

¿Cuál es el sentido de citar a 50 testigos o más, si saben que es imposible pasarlos a la sala a todos? ¿Por qué no programan las audiencias?

Las preguntas flotan en el aire de ese edificio recién construido y allí se quedan, flotando junto con el recuerdo de la jueza pidiendo paciencia y advirtiendo que la inasistencia se castiga con multa y, en dado el caso, con el servicio Uber obligatorio de la fuerza pública.

El tiempo sigue su curso, pero el espacio se congela. Hay coyotitos involuntarios en la incomodidad de las sillas dispuestas en corro. Hay aplausos y felicitaciones cada vez que un agente llega y pronuncia el nombre de alguno de los testigos. El hambre comienza a incomodar a eso de la una de la tarde.

Aparece entonces un funcionario pulcramente vestido, pelito recortado, sonrisa amable, cargando unas bolsas con empaques blancos en cuyo interior dormitan unas tortas de algo que se presume jamón, bastante pinchurrientas, y unas rodajas de jalapeños de esos que aderezan los “nachos”. En la otra mano carga bolsas con cocacolas y sprites.

-“Llegó la yegua”, suelta alguien por ahí, y ni modo, a clavarle el diente porque el hambre es cabrona, pero es más el que la aguante. Dicen.

La espera es cansada. Para ir al baño hay que solicitar permiso al agente con el fusil de asalto. Para estirar las piernas sólo hay un pequeño pasillo, pero no se puede permanecer allí mucho tiempo. Se debe estar dentro de los separos, buscando en qué matar el tiempo.

Allí el ambiente es como de película de misterio. Un grupo de desconocidos, reunidos por razones que le son ajenas a uno de otro, contando historias al azar, pero cuidando las palabras y los temas, porque finalmente son parte del juicio que se le sigue a uno de los emblemas de la corrupción del sexenio padrecista, en el que presuntamente hay armas, droga, chantajes, intentos de soborno, abusos de autoridad, violación del debido proceso…

De pronto no se sabe quién está enfrente y eventualmente hay miradas que se cruzan, parejas que hablan por lo bajo, grupitos que salen al pasillo y cuchichean. Es como una película de Alfred Hitchcock, comenta alguien, en la que, como dijera Cantinflas, no se sospecha de nadie, pero se desconfía de todos y cada quien cree ir descubriendo en las personalidades de los otros, pistas para explicar cualquier cosa.

Y así se llegan las tres de la tarde. Nuevo receso y citatorio para el día siguiente.

Afuera, el periodista enciende un cigarrillo y se acerca a un joven gordito que también fuma recargado en los barrotes de hierro que cercan el edificio.

-¿Y a ti por qué te citaron?, pregunta.

-Porque la pistola que le encontraron (a Pancho Platas) es mía, dice.

Luego se sabría que el joven es trabajador de una empresa de seguridad privada y su pistola le fue robada tiempo atrás, pero luego apareció en el auto que conducía el imputado.

Día 3

El ritual de acceso se repite. El reencuentro con los testigos sigue siendo amigable, pero todos denotan cansancio y preocupación por lo que están dejando de hacer en sus vidas productivas.

El desaliento llena el aire cuando se observan entre todos y ven que son los mismos. Casi nadie de los allí presentes ha sido llamado a la sala, hasta ese día que comienzan a salir de uno en uno, pero en intervalos de media hora o más. A ese paso no se sabe cuándo terminarán las diligencias.

Eso sí, las pláticas comienzan a ser más familiares y ya se ha generado cierta empatía. Se bromea con los bocadillos que cada quién lleva, se husmean las portadas de los libros de otros, se confían cosas como si de vecinos se tratase. Se cruzan apuestas a ver quién sigue. Se insiste en traer, para la próxima, una baraja o un dominó.

No hay mucho entusiasmo cuando llega “la yegua”, que esta vez son pizzas y sodas. No son las mejores que digamos, pero sirven para espantar el hambre y darle un sentido distinto a la convivencia.

Después de las dos informan que se ha decretado un receso y que pueden salir a comer (pero ya habían dado cuenta de las pizzas). Que deben regresar a las 4:15. Salir a encontrarse con el cielo después de tantas horas encerrado es una delicia. Y si caminas rumbo a Catedral te encuentras con “amor del bueno”, como se llama una nieve de fresa, plátano y coco, que se saborea con el placer del náufrago ante un poco de agua fresca, a pesar del frío de la tarde.

Todos regresan a la hora indicada, a repetir el ritual de acceso y a repetir el ritual de este NSJP, que de pronto y expedito tiene, al menos en este caso, nada.

Al filo de las seis de la tarde se decreta un nuevo receso y se cita para el jueves a las 12 del mediodía, en una sala distinta, porque la tres estará ocupada.

La molestia va en aumento, pero se sabe que no hay de otra. Cada quien se va con sus pendientes para regresar al día siguiente.

Día 4

De nuevo el ritual de acceso. De nuevo el reencuentro de los que quedamos y que ya no somos más de 15. Sacamos cuentas del tiempo que se puede llevar cada uno en su testimonio. Puede ser que hoy salgamos, puede ser que no. El hastío pesa como losa, pero se compensa con la civilidad y el buen ánimo.

Personalmente, le temo a la sicóloga que hizo los perfiles de los imputados, una joven muy guapa llamada por la defensa, y que labora en la CEDH, que ya nos había advertido que se podría llevar hasta 40 minutos, siendo rápida. Pero la fiscalía llamó a otra sicóloga para contrastar sus dictámenes, de manera que ese lapso podría extenderse.

Eso implicaría tener que regresar el viernes y la paciencia ya está en los límites.

El primero en ser llamado es el ingeniero. Tarda unos 15 o 20 minutos. Es el único que regresa una vez que fue llamado. Todos los anteriores, de la sala pasan a retirarse.

El ingeniero no. Regresa porque dejó un termo con agua en los separos. Pero se queda platicando y consultando algunos asuntos con el comandante de la estatal, que de buen ánimo le ofrece consejos y recomendaciones sobre los temas solicitados.

El ingeniero se recarga en el marco de la puerta. Sigue platicando sin perder la sonrisa que mantuvo a lo largo de cuatro días, excepción hecha de cuando se echaba sus coyotitos en la silla.

Alguien le comenta que ya debería estar afuera, disfrutando el cielo y la tarde.

-Tiene el síndrome de Estocolmo, les digo. Ya no se quiere ir de aquí. Y los tres quedábamos asentimos entre risas.

El ingeniero se fue hasta que llegó un agente y le pidió retirarse. Quedamos de hacer una carnita asada dentro de unos días.

Luego llaman a tres personas del otro separo y enseguida a mí.

En la sala me entero de que fui citado por un pinche tuit que subí a mi cuenta. Nunca me dijeron exactamente cuál.

Les digo que en mi cuenta hay más de 150 mil tuits y que difícilmente recordaría alguno.

Me preguntan que si conozco al imputado y les digo que sí. Era funcionario y yo soy periodista. Hay tres preguntas de la defensa que la fiscalía objeta y la jueza admite la objeción. Hay otras que no concede la objeción y respondo.

Les doy la bienvenida al mundo de las “fake news”. Si quieren buscar la fuente, la fuente soy yo.

Les ilustro con el ejemplo del tuit en el que anticipé la renuncia de Luis Serrato al PAN, y que resultó falso, porque el señor no renunció. Les digo que en este mundo del periodismo en redes, hay tuits que se aventuran en esa lógica que a veces confunde la inmediatez con la primicia. Que privilegia la especulación sobre los datos verificables, lo que no necesariamente es bueno, pero en donde para bien o para mal, todos caemos alguna vez.

No hay más preguntas, su señoría, dice la defensa.

No hay más preguntas, su señoría, dice la fiscalía.

Y me voy.

Me voy pensando en la pregunta que me hizo la abogada Sandra Encinas, en una de esas interacciones tuiteras que se dieron a lo largo de estos días perdidos.

-¿Es un juicio oral?, me preguntó,

-Yo creo que sí, porque se volvieron puras mamadas-, le respondí.

Y aquí espero que termine esta historia de cuatro días perdidos, aunque en el fondo, debo confesar que hice buenos amigos en los separos, y ojalá se haga la carnita asada. O ya de perdida, de carnita seca como la que llevaba el buen amigo David Anaya Cooley para matar la muina, o los cacahuates de El Papitas, que debió sufrir mucho el encierro en estos días porque se perdió un partido de las guajolotas. O los consejos vacacionales de mi compa comandante de la PESP, que por cierto se quedó para lo último, junto con la sicóloga y otro comandante de la Federal, que por cierto me sorprendió.

Y es que en algún momento, cuando alguien preguntó sobre mi actividad tuitera, se adelantó y dijo: “Tú busca al que nació bajo de una higuera y se comió todos los higos. Ese es”.

Zancudoliebers everywhere.

Total, la vida sigue.

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