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Hacia el año 1928 el bacteriólogo Alexander Fleming investigaba el virus de la influenza y estaba cultivando estafilococos en cajas de Petri. Uno de los muchos recipientes que tenía apilados en el caos de su laboratorio procedía de un centro de análisis micológicos que funcionaba en el piso superior del edificio donde tenía su laboratorio.

Fleming notó que sobre el plato estaba creciendo moho y que alrededor de éste se había formado un halo o área libre de estafilococos, hecho que atrapó de inmediato su atención. En ese instante puso a prueba toda su perspicacia y su capacidad para el razonamiento deductivo: esa capa de moho contenía alguna sustancia que inhibía el crecimiento de la bacteria. 

Fleming trabajó como médico microbiólogo en el Hospital St. Mary de Londres hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Contra infecciones bacterianas

Llamó al principio activo penicilina notatum. Publicó sus experiencias en el Journal of Experimental Pathology en 1929, sin embargo el hallazgo no despertó mayor interés en la comunidad científica. Fue hasta 1938 cuando la nueva sustancia se empleó en experimentos para el tratamiento de infecciones bacterianas como neumonía, sífilis, tuberculosis y gangrena. 

En 1945 Alexander Fleming compartió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina con los científicos británicos Howard Walter Florey y Ernst Boris Chain por sus contribuciones al desarrollo de la penicilina.

Pasteur decía que la suerte ayuda a la mente preparada. A Robert Koch lo auxilió mucho la fortuna: dejó un cultivo de bacilos de la tuberculosis cerca de la estufa y, gracias a eso, descubrió el método para detectarlos. Y qué decir de Alexander Fleming.

Sir Alexander Fleming (1881 – 1955). Foto: Peter Purdy/BIPs/Getty Images)
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