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Bernardo Elenes Habas

La ordeña de los “Pinolillos”.- En los años 30 y 40, tenían un corral con más de cien vacas en la esquina de Puebla y 6 de Abril.- “Era un verdadero ranchito”, me comentó hace 43 años doña Ramona, viuda de Gregorio Dávila

Bernardo Elenes Habas

Era el Cajeme de los años 30, 40 y más atrás.

Tiempos en que la comunidad mostraba su ambiente rural, con calles desnudas que se convertían durante tiempo de aguas, en verdaderos arroyos, como cuentan los viejos.

corral pinolillos 6

La Saperoa (6 de Abril); Cuchus (Jesús García); Tésamo (Niños Héroes); avenidas por donde corría el agua bajando desde los cerros del oriente, inundando a su paso el Plano Oriente, hoy colonia Benito Juárez, y luego a la ciudad sencilla y solariega, donde ciertamente, como canta en sus estrofas líricas el corrido de Adolfo de la Huerta, “hasta el más chico tenía su tostón”.

En esos tiempos, que ahora se antojan lejanos y cargados de nostalgia para muchos pobladores que caminaron calles y veredas del Cajeme gobernado por Dolores Cuevas, Flavio Bórquez, Ramón M. Real, Ignacio García, Abelardo Sobarzo, Heriberto Salazar, Vicente Padilla, las orillas de la ciudad se extendían a la calle 200, y más allá de la California con la naciente colonia Hidalgo al poniente, a la que denominaban “Los Cartelones”.

Precisamente, en lo que hoy son las calles 6 de Abril y Sinaloa, después en 6 de Abril y Puebla, esquina norponiente, funcionaba desde hacía años una ordeña con su corral, sus vacas, y el chiname (casita de horcones, con techo de tierra, paredes de carrizo ripiadas con lodo y paja) de la familia de Gregorio Dávila, a quien conocían con el apodo de “El Pinolillo”.

Alguna vez, cuando Cajeme cumplió su primer cincuentenario como Municipio (1977), cuyo destino era conducido por el doctor Oscar Russo Vogel (1976-1979), platiqué con doña Ramona viuda de Dávila, quien aún radicaba en ese solar.

Sus recuerdos fluían, a veces salpicados por sus lágrimas, evocando tiempos idos.

Anciana bondadosa, me regaló algunos de sus recuerdos. Vivencias sencillas, llenas de sol y lluvias.

Ella, doña Ramona Vda. de Dávila, me lo contó hace 43 años, diciéndome que cuando se perdían los “rebiates” en la inmensidad gris del polvo y la distancia,

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para conducir el grano que nacía en las fecundas tierras del Valle del Yaqui, se quedaba parada en la entrada de su pequeña casa de tierra y carrizo, contemplando cómo se iba su esposo, don Gregorio Dávila, a buscar el pan para sus hijos. A recorrer el verde y la esperanza del Valle.

-¡Qué tiempos aquellos! –dice-, y en su rostro se dibuja una conjugación de alegría, ansias y tristeza. Sentimientos que iluminan sus ojos cansados con el chispazo del recuerdo…, de esos recuerdos que hasta se vuelven lágrimas…

-Yo nací en Mazatán, un pueblito que está de Hermosillo para arriba –me dice doña Ramona, al principio de una tarde reseca y de lumbre de este mes de agosto, en el interior de su casa, ubicada en calle Puebla 740 sur, casi al llegar a la 6 de abril, un 31 de agosto de 1906. Pero estuve muy poco en mi pueblo natal, porque luego me llevaron a Hermosillo, donde pasé la mayor parte de mi juventud. Íbamos toda la familia.

-Mis padres fueron Adelina Lucero y Florencio Paco. Contraje matrimonio en Hermosillo con Gregorio Dávila. De ahí nos trasladamos a esta región del Yaqui, el 15 de enero de 1926. Llegó mi esposo aquí a trabajar. Construyó una casita de horcones, carrizo y tierra, en lo que ahora es la esquina de Miguel Alemán y Rodolfo Elías Calles. Y en octubre del mismo año, fue mi esposo por nosotros a Hermosillo. Teníamos cuatro hijos.

-Cuando llegamos, casi no había casas. Una que otra, salteada entre los llanos, ¡puro mezquite, puro monte! No había ni calles, eran caminos que hacían los troques, los rebiates, cuando pasaban rumbo al Valle…Eran muy pocos los carros de carga, porque apenas se comenzaba a poblar.

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-A mi esposo le decían sus familiares y amigos el “Pinolillo”, esto le venía desde su abuelo y era por su amor a los caballos, a las carreras. Gregorio tenía algunos caballos corredores, era su gran diversión; lo demás era trabajo.

-En aquellos tiempos, cuando nos vinimos, tenía dos carros. El mismo conducía uno, y el otro un sobrino, ya fallecido, de nombre Guillermo Dávila. Transportaban el arroz que se sembraba en el Valle. No había otros cultivos. Lo traían a los Molinos del 65.

-Luego que estuvimos viviendo en la ahora esquina de Miguel Alemán y Rodolfo Elías Calles, mi esposo compró el solar en donde actualmente estamos –Puebla y 6 de Abril-. En este lugar llevamos radicados más de 40 años…creo que cincuenta. Desde aquí me iba al mercado de petate entre el quelital, por veredas apenas dibujadas. Los cosas muy baratas. Alcanzaba para todo. Mi segunda casa también fue de horcones. Un chinamito.

-Gregorio llegaba tarde de su trabajo, casi a media noche. Yo me encerraba con los cuatro niños que en ese tiempo tenía; es que vivía en la orilla del pueblo, sin luz, sin nada, sólo las lámparas de petróleo que alumbraban la oscuridad densa.

Recuerda doña Ramona que en las esquina de las calles Veracruz y 6 de Abril, había un corral de vacas pintas de negro. Era de un señor que se apellidaba Woller. Tenía como treinta o cuarenta reses. ¡Nosotros también teníamos nuestro corral con más de cien vacas. Era un verdadero ranchito en el pueblo!

-Por las mañanas las sacábamos a pastorear en los terrenos de la calle 200, es decir, el boulevar Elías Calles, por donde está la embotelladora. Era puro ramal. Crecía el quelite alto. Las ordeñábamos temprano y las echábamos fuera, para allá se iban a pastar. Por la noche recalaban solas a los corrales.

-¡Y no éramos los únicos, había alguna gente que tenían sus corrales! Pero ya después comenzaron a pedirnos que sacáramos los animales del área, cuando creció el pueblo. ¿Y ya ve, ahora, como está de poblado? ¡Quedamos nosotros casi en medio; y pensar que estábamos entre el monte, con cien cabezas de ganado, chivas, borregos, gallinas, cochis!

-Lográbamos hasta cuarenta y cincuenta litros de leche. La vendíamos en unas tazas de fierro, a diez centavos la tacita.

Rememora doña Ramona, la forma en que se surtían de agua, primero trayéndola del canal bajo, luego el surtimiento de los barriqueros y hasta los primeros entubamientos particulares.

-El agua para uso del hogar y beber, la teníamos que traer del canal. Los tinacos los pusieron después. Mi esposo acarreaba doce latas, de esas donde vendían la gasolina. Eran para el consumo de la semana. Fue don Carlos Snewder quien abrió un pozo por estos rumbos, allá en las calles Zacatecas y 6 de abril. Hizo una red de tubería hasta las casas. Tenía que pagarse 10 pesos mensuales por consumo. Muchos tenían tubería de la que instalaba don Carlos, el alemán… También vendían el agua los barriqueros a 5 centavos la lata.

Doña Ramona Vda. de Dávila, residente en Cajeme desde 1926, recuerda con claridad el nacimiento del pueblo, las lluvias torrenciales que estremecían los cielos e inundaban la tierra. Añora con nostalgia a su esposo Gregorio Dávila, con quien procreó trece hijos, de los que murió uno, Gregorio: Fernando, Rubén, Roberto, Guillermo, Loreto, Ramona, Guadalupe, Ana María, Antonieta y María del Carmen.

Cuando realicé la entrevista el 27 de agosto de 1977, contaba ella con 71 años. Era el prototipo de la mujer cajemense, de quienes con entereza y amor supieron de las vicisitudes y de las angustias de cuando Cajeme, el pueblo, abría sus ojos a la vida, y ella, como muchas amas de casa, como muchas madres de familia, contribuyó al crecimiento de la ciudad, de esta ciudad, de este municipio de contrastes que vibra cada amanecer al impulso de sus buenos hijos y de su tiempo…

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